sábado, 4 de enero de 2020

Conjurando ausencias, "La ridícula idea de no volver a verte"

En el teatro cada representación es irrepetible. Con los libros ocurre algo parecido. El texto, cual médium, conecta las filias y fobias del autor con las de sus lectores. Si en los ingredientes de esta poción mágica se encuentran pinceladas biográficas de una trayectoria tan excepcional como la de Marie Curie, pasadas por el tamiz de la experiencia personal de una autora de la talla de Rosa Montero, difícil es que no salte la chispa. Al menos a mí, esa combinación, me resulta irresistible.

Os pongo en situación. Es invierno, fuera hace frío y el crepitar de la chimenea da a la estancia ese aroma de refugio que tanto se necesita cuando se deja de lado #loquesedebehacer dándole espacio a lo que #sequierehacer. Desde mi mecedora, con una mullida manta sobre las piernas, intento defenderme del regusto amargo y a la vez entrañable que deja en la boca la celebración de la Navidad para quienes tenemos ausencias que añorar. Como comprenderéis este viene a ser un talante muy receptivo para recrear por boca de Rosa Montero el estado de ánimo con el que la señora Curie emprendió la escritura de un diario tras la sacudida que produjo en su vida la repentina muerte de su esposo Pierre.

El texto es ciertamente conmovedor y su título “La ridícula idea de no volver a verte” se me antojaba con un cierto son de bolero, muy acorde con el ritmo que mantiene la historia que nos cuenta. No se trata de una novela, ni tampoco es una biografía al uso o un libro de memorias. Es todo ello a la vez, como explica la autora en el prólogo. Se trata de una reflexión sobre el desgarro que produce la pérdida del compañero de toda una vida a través de la piel de otra mujer que ha pasado por una experiencia similar. Es la vivencia de una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede llegar a imaginar si no ha estado ahí. Pero no, no penséis que la batalla la gana el desconsuelo, sino que página a página, lo que se abre camino es un canto a la vida, a la esperanza, a esa belleza que según la autora todos necesitamos para que la vida nos sea soportable.

Por esta obra en 2014 se le concedió a Rosa Montero el Premio de la Crítica de Madrid que vino a engrosar aún más la abultada lista de galardones que ha recibido a lo largo de su carrera. Se otorgó dentro de la categoría de novela aunque, como os decía, realmente el texto pertenece a un género inclasificable en el que el lector se ve envuelto en una malla que se teje con las vivencias de la autora y la biografiada. Página a página vamos viajando por un periplo que, como en la vida (en la suya y en la nuestra), nos lleva continuamente a caer y levantarnos. Por eso la trama dista de ser lineal y se encuentra salpicada de frecuentes digresiones que, lejos de dispersarnos, apuntalan lo esencial del mensaje que el texto quiere transmitir.

Teniendo en cuenta la talla de la protagonista del texto, hay que reconocer que era difícil no caer en el panegírico. Sin embargo, Rosa Montero no nos presenta a “Madame Curie”, uno de los principales iconos de la historia de la ciencia, sino a “Marie Curie”, una mujer que tuvo que sortear multitud de dificultades para ser simplemente humana, enamorarse, tener hijos, compaginando una existencia “mortal” con su descomunal talento. De hecho, y este es un detalle en el que no se suele reparar, fue una de las pioneras de eso que hoy llamamos “conciliación laboral”. Suele decirse que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, pero además en este caso, detrás de esta gran mujer también hubo un gran hombre, Pierre Curie, o su mucho menos conocido padre, avanzadilla de esos abuelos entregados que hoy pueblan nuestros parques en horario laboral.

Pierre, Marie, Irène 
y Eugène Curie
Y es que es la mujer y no el genio a quien rescata Rosa Montero, con sus luces y sus sombras, y como todos, con su inseguridad, angustia y alguna que otra decepción, dando bocanadas de aire para mantenerse a flote cuando la vida se le encrespaba:

Menos mal que de cuando en cuando encontré algún detallito miserable con el que la pude humanizar, porque no existe una sola vida sin su cuota de mugre, aunque sea en proporciones pequeñas.

El texto, hay que decirlo, es descarnadamente sincero y por ello conmovedor. Habla de dolor y soledad, de tenacidad y sacrificio, pero también del poder sanador del arte en general y de la literatura en particular. 

Hay que hacer algo con todo eso para que no nos destruya (…), con la furiosa pena de vivir cuando la vida es cruel. Los humanos nos defendemos del dolor sin sentido adornándolo con la sensatez de la belleza.

Pero no penséis que solo se habla del dolor de la pérdida. En el diálogo que la autora establece con nosotros, donde olvidamos que estamos leyendo y tenemos la sensación de mantener una amigable charla, se tratan muchos otros temas que, como la muerte, forman parte de la vida. Un lugar importante lo ocupan la reflexión sobre las relaciones convencionales de pareja, protagonizadas por hombres-rana y princesas desilusionadas que, tras años de convivencia y sin ser conscientes de sus propias ancas, descubren que, por más que se empeñen, su compañero nunca mutará en príncipe porque no es esa su naturaleza y no se le pueden pedir peras al olmo. 

Y claro, hablando de un personaje tan excepcional como Marie Curie, no podía faltar una oda a la diferencia y la reivindicación del derecho a resistirse a esa dictadura de lo que “todo el mundo hace” o “todo el mundo piensa”:

La normalidad es un marco convencional que homogeneiza a los humanos, como ovejas encerradas en un aprisco; pero, si miras lo suficientemente cerca, todos somos distintos.

Resalto estos aspectos y no tantos otros como recoge el texto, porque al final todos respiramos por la herida y nuestras lecturas son tan mudables como las circunstancias en las que nos encontramos en cada momento. Pero, al margen de ello, si pensáis que la obra poco os puede descubrir de un personaje tan conocido como Marie Curie, me atrevería a decir que estáis equivocados. 

En la trama cobran protagonismo detalles de su biografía que parecen secundarios, pero que son precisamente los que colocan en la escena principal vicisitudes que aún hoy son el pan de cada día para muchas mujeres. Antes os mencionaba a su suegro, precursor de esos abuelos sin los que tantas parejas en nuestro tiempo no podrían sobrevivir. Pero hay otros episodios como el de la aventura con su colega Langevin, que tampoco tienen desperdicio. 

Marie Curie y Paul Langevin (1910)


Este hombre, de talento científico incuestionable, no dejaba de ser mortal y, como tantos otros a lo largo de la historia, no dudó en dirimir sus cuitas conyugales a golpe de adulterio, justificado por la aureola de “varón incomprendido” y el impacto que le causó tropezarse con una hembra de la talla de Curie. Lo triste (incluso hoy en día) es recordar que la prensa amarilla de aquella época no dudó en lapidarla a ella y no tanto a él, pese a que Marie era viuda (y libre) y Langevin era quien estaba comprometido en un matrimonio, por mucho que su infelicidad fuera notoriamente pública. Sabido es que de una mujer lista se pueden esperar cosas terribles, pero hay que reconocer que un hombre listo en cuestiones de faldas por lo general queda eximido de toda responsabilidad, asumiendo por defecto el rol de víctima y no de verdugo. 

Como imaginaréis, se organizó un tremendo escándalo mediático, alentado por la desairada esposa de Langevin, que salpicó la concesión del Premio Nobel de Química a Curie en 1911. Episodio con situaciones tan irritantes como la inquietud del comité del Nobel por mantener la “honorabilidad” de la ceremonia, impensable si en las mismas circunstancias el galardonado acosado por la prensa hubiera sido un hombre. La cosa llegó al punto de recibir misivas por parte de los organizadores en estos términos:

Le ruego que se quede en Francia; nadie puede calcular lo que podría pasar aquí... Espero que mande un telegrama... que diga que no quiere aceptar el premio antes de que en el juicio de Langevin se demuestre que las acusaciones en su contra no tienen fundamento. 

A lo que ella contestó:

El premio me lo dieron por el descubrimiento del radio y el polonio. Creo que no hay ninguna conexión entre mi trabajo científico y los hechos de mi vida privada.

Albert Einstein
Sin embargo, no todos sus colegas mostraron un talante tan rancio. El, por aquel entonces, joven Einstein desenvainó su pluma para trasladar su más incondicional apoyo:

(…) estoy convencido de su desprecio por esta gentuza, ya sea si le prodigan obsequioso respeto o sacien su lujuria por el sensacionalismo. (…). Si la gentuza se mantiene ocupada con usted, mejor no lea esa bazofia, mejor déjesela al reptil para el cual fue fabricada

Por supuesto, esto fue el inicio de una larga amistad entre ambos y, también por supuesto, Marie Curie recogió personalmente tan preciado galardón, convirtiéndose en la primera persona en repetir en dos ocasiones este honor. Tampoco había sido fácil la situación en 1903, cuando se le concedió el Premio Nobel de Física, únicamente por la insistencia de su esposo Pierre en que se reconociera el trabajo de ambos, y no solo el suyo. Eso sí, el premio se les otorgó en régimen de “gananciales”, con la dotación económica correspondiente a una única mención y no a cada uno de los premiados, como es habitual.


Pero a pesar de los pesares no se puede tapar el sol con un dedo. El mérito de Curie, y así lo explica esta obra, no fue solo desarrollar su talento en un entorno tan hostil, sino conseguir, a pesar de los pesares, que se reconocieran sus aportaciones, logrando ser, incluso hoy en día, la única mujer que descansa en el Panteón de Hombres Ilustres de París. Lo que no logró en su tiempo, sin embargo, fue ser aceptada como miembro de la Academia de Ciencias de París. Les parecería a sus eminencias que no tenía suficientes méritos. 

Y, por cierto, uno de esos detalles secundarios que rescata el texto y sirven para retratar a la mujer y no tanto al genio, es la anécdota de la señora Curie haciendo el favor a su viejo amigo Langevin de colocar en su laboratorio a una estudiante con la que se había vuelto a enredar, tras reconciliarse con su esposa, teniendo un hijo. Y para mayor ironía del destino, su nieta Hélène, hija de Irene y también científica de prestigio, terminaría casándose con un nieto de Langevin (confío que algo más centrado en asuntos sentimentales que su abuelo). Cuando se conocieron, parece ser que ninguno de los dos sabía nada de esta historia. 

A Rosa Montero le llama la atención la gravedad con la que Curie mira a la cámara, casi desafiante, en prácticamente todas las fotografías que se conservan de ella. A mí no me sorprende tanto ese detalle, como esa vertiente combativa de su actividad de la que no era tan consciente.  Las simpatías por el movimiento nacionalista polaco en tiempos de la ocupación rusa y, sobre todo, su compromiso social, compartido con su esposo Pierre y mantenido por sus hijas y su nieta Hélène. Ese compromiso que le llevó a convencer a las adustas damas de la alta sociedad francesa para que cedieran sus vehículos durante la I Guerra Mundial para organizar una flota de pequeños “curie” que permitieran salvar vidas utilizando los Rayos X. Esto implicaba además formar al personal que debía realizar esta peligrosa misión. Pero no se quedó ahí: ella y su hija no dudaron en conducir estos vehículos para aportar su grano de arena en el proyecto que ella misma había ideado. Este detalle reconozco que me impresiona incluso más que su doble Premio Nobel. 

Marie e Irene en un hospital
 de campaña durante la 
I Guerra Mundial
Investigando un poco descubrí que además esto de la implicación social debe incluirse en algún gen que heredó su hija Irene quien, por cierto, también fue galardonada con el Premio Nobel de Química en 1935, junto a su esposo Frédéric Joliot. En 1951, Irene, subsecretaria de estado en investigación científica, fue retirada de la Comisión Francesa de Energía Atómica por sus simpatías con el Partido Comunista de su país. Apoyo del que también ha hecho gala públicamente su nieta Hélène, hija de Irene, con ocasión de las elecciones europeas que se celebraron en 2019. 

Aparte de lo que os he contado, creo que este, como todo buen libro, tiene la cualidad de despertar la curiosidad por temas colaterales a la trama en la que estamos envueltos cuando pasamos su última página. En mi caso me parece fascinante, por ejemplo, la figura de Ève, la hija pequeña de Curie, autora de una biografía de su madre que en 1938 se convirtió en un auténtico bestseller. Reportera, pianista, mujer de gran sensibilidad y, como ella decía, única de su familia en no ganar un Nobel, representa un modelo de rebeldía constructiva muy interesante.


Fue ella quien acompañó a Marie en sus visitas a España, un detalle que no conocía y he descubierto a raíz de esta lectura. De hecho, visitó nuestro país en tres ocasiones, se codeó con lo más florido de la intelectualidad cañí y hasta aparece en alguna foto del famoso Cigarral de Marañón.  

Su primer viaje lo realizó en 1919, acudiendo con sus hijas como estrella invitada al I Congreso Nacional de Medicina que se celebraba en Madrid. En su discurso agradeció a Alfonso XIII la protección que había dispensado a familias francesas durante la I Guerra Mundial. Se refería a la labor que había realizado el monarca para ayudar a quienes buscaban a desaparecidos o prisioneros y que permitió repatriar a miles de hombres. Por cierto, que también se embarcó en otras cuitas humanitarias con menor éxito, como la de intentar salvar la vida de los Romanov. 

En 1931 Marie Curie fue invitada por el Gobierno de la II República prodigándose en conferencias en lugares como la Residencia de Estudiantes realizando un viaje por varias ciudades españolas acompañada en esta ocasión solo por su hija pequeña. En sus cartas habla del talante conquistador de Ève, pero también de sus simpatías por la recién nacida República:

Lo que me interesa sobre todo son las conversaciones con los republicanos y el entusiasmo que tienen por renovar el país. ¡Ojalá puedan tener éxito!

Eve Curie, la hija pequeña.
Hizo aún una tercera visita en 1933, un año antes de su muerte, en calidad de vicepresidenta de la Comisión Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones para presidir en la Residencia de Estudiantes una importante reunión internacional a la que asistió lo más florido de la época, incluyendo nombres como Unamuno o Gregorio Marañón.

Cuando más indago, más temas colaterales despiertan mi curiosidad por esta mujer que se convirtió para mí en todo un icono, cuando era niña, tras leer una edición juvenil de su biografía. Aquel libro me lo regaló mi madre. Este, “La ridícula idea de no volver a verte”, ha sido el cariñoso detalle de una de mis mejores amigas. En algún sitio escuché que el regalo de un libro, además de un obsequio, es un elogio. Gracias Marie. Has acertado de pleno con la historia de tu tocaya (francesa adoptiva como tú).  Lo considero el más bonito de los cumplidos para arrancar con ganas una nueva década.

Esta foto refleja la imagen que traslada el libro. 
Una mujer con su hija, sin atusar,
sin casi posar, disfrutando de un bonito día de buen tiempo.
¿Da la impresión de ser el genio que fue?.